Las exposiciones-espectáculo no son santos de mi devoción. No por nada especial, sino porque suelen estar ocupadas por grupos de personas que sin ningún miramiento, y nunca mejor empleada la frase, atropellan e invaden tu espacio, interponiéndose con la obra y la reflexión.
Pero no es menos cierto que en la mayoría de las ocasiones son las únicas oportunidades que tenemos los ciudadanos de a pie de acceder a la obra de los grandes de la historia, y además de un modo panorámico.
A mayor abundamiento, mi elegante acompañante siempre me plantea excelentes propuestas, gratas de compartir. En el caso que nos ocupa, todo ello me llevó a un acercamiento a uno de tantos genios como habitan mi «enciclopédica ignorancia»: Paul Cézanne.
Personaje de vida novelesca y psique compleja y atormentada al que conocía menos que superficialmente por alguna visión aislada de sus bañistas o los jugadores de cartas en revisiones globales sobre el impresionismo, resulta ser uno de esos personajes que constituyen puntos de inflexión determinantes para la historia del arte.
Pintor poseedor de un indudable dominio técnico, se caracteriza por cuidar muy detalladamente la estructura interna de cada una de sus obras, lo que les confiere un significado y un discurso teórico que va mucho más allá de formas y colores.
En este sentido su riqueza conceptual le lleva incluso a superar su importancia dentro del impresionismo, aunque esto de por sí ya sería suficiente para hacerle ocupar un espacio preeminente entre los elegidos.
Así cuándo contemplamos Ladera en Provenza, cuadro según la cartela pintado en 1890, y ahora propiedad de la National Gallery de Londres, la intuición se remueve previendo el advenimiento y desarrollo del cubismo.
Del mismo modo, La curva del camino, de 1900, propiedad de la National Gallery of Art, de Washington, nos anticipa todo el infinito de la abstracción.
Salgo del evento con el firme propósito de profundizar en Cézanne, en su vida y en su obra. El viaje valió la pena.